Llegó al poder en 1845 el general conservador Tomás Cipriano de Mosquera, señor feudal del Cauca: y resultó que era un liberal reformista y progresista. No sólo en lo económico, donde ya empezaban a serlo todos, sino también en lo político y lo administrativo. Su gobierno desmanteló los estancos —del tabaco, de la sal, del aguardiente— privatizándolos y dando así sus primeras alas al capitalismo poscolonial. Pero también impulsó iniciativas públicas de envergadura, como la contratación de los estudios científicos de la Comisión Corográfica, dirigida por el ingeniero y cartógrafo italiano Agustín Codazzi, viejo compañero suyo de las guerras de Independencia; o la construcción del ferrocarril de Panamá entre los dos océanos; o la reanudación de la navegación a vapor en el río Magdalena, abandonada desde los tiempos de Bolívar. Su sucesor, el ya resueltamente liberal general José Hilario López, cumplió por fin la largamente postergada promesa de Bolívar de abolir la esclavitud, lo que provocó la reacción conservadora bajo la forma de una guerra. Y con Mosquera y López se inauguró una larga etapa de predominio liberal que los historiadores han llamado “la Revolución mesodecimonónica”: de la mitad del siglo XIX.
Liberalismo económico y político. Si las ideas económicas —es decir, el librecambismo— venían de Inglaterra, para las ideas políticas la fuente seguía siendo Francia: la Revolución parisina del 48 trajo a Colombia, con el romanticismo, un vago relente de liberalismo social y de socialismo proudhoniano que iba a prolongarse en un régimen liberal por más de cuarenta años, con las interrupciones inevitables de las guerras. Y con dos paréntesis. Uno desde la izquierda y otro desde la derecha.
El de la izquierda fue, en el año 54, la breve dictadura social del general José María Melo, que le dio un incruento golpe de cuartel al presidente liberal José María Obando y lo puso respetuosamente preso en el palacio presidencial. Un golpe casi protocolario: primero invitó a Obando a que se lo diera a sí mismo, y no quiso. Se trataba nada menos que de rebelarse contra el capitalismo naciente: a favor del proteccionismo económico, y contra el libre comercio impuesto universalmente por Inglaterra, pues con la independencia política de España sus antiguas colonias cayeron de inmediato bajo la dependencia económica de Inglaterra. La fuerza social detrás de la tentativa, además de las tropas de la Guardia Nacional que comandaba Melo, eran los artesanos de Bogotá, reunidos en las populares Sociedades Democráticas apadrinadas por una facción del Partido Liberal: la de los proteccionistas enfrentada a la librecambista.
Hay que advertir que casi antes de que se formaran en Colombia los partidos Liberal y Conservador se habían formado ya las facciones internas de los dos. Tan frecuente en los escritos políticos de la época es la expresión “división liberal”, o “división conservadora”, como los nombres de las dos colectividades. La división entre gólgotas y draconianos no era como casi todas una división personalista de jefes, sino ideológica. Los gólgotas, que se llamaban así porque decían inspirarse en el sacrificio de Cristo en el calvario, eran librecambistas, civilistas, legalistas, federalistas, y derivarían en los llamados radicales que iban a monopolizar el poder en las décadas siguientes. Los draconianos —por el implacable legislador griego Dracón— eran proteccionistas, centralistas, autoritaristas, nostálgicos de un fantasioso bolivarianismo libertario, e imprecisamente socialistas de oídas. Prácticamente todos los estamentos del país, salvo los artesanos y sus protectores intelectuales, estudiantes y periodistas, eran para entonces librecambistas: los comerciantes, los hacendados, los propietarios de minas, por interés; y los abogados, por convicción ideológica. Lo venían siendo desde la Independencia, y lo siguen siendo hoy: la vocación del país es de exportador de materias primas —oro y quina y bálsamo de Tolú entonces, oro y carbón y petróleo hoy—. Y de importador de todo lo demás: telas y fósforos y máquinas de coser y corbatas y machetes ingleses, muebles y vajillas y vinos franceses, harinas y salazones de los Estados Unidos.
Por eso la aventura de Melo y los draconianos con los artesanos de Bogotá ha sido barrida de la historia oficial bajo el rótulo infamante de dictadura militar populista. En realidad fue una romántica tentativa de democracia socialista. Un choque de fabricantes contra comerciantes. “De ruanas contra casacas”, lo definió un periodista satírico draconiano, “el alacrán” Posada. Se dijo también: de guaches contra cachacos. Terminó a los pocos meses con la derrota de los guaches y de la guarnición de Bogotá ante las armas del Ejército Constitucional mandado por —otra vez— Mosquera y Herrán.
Antes de firmar su rendición, Melo, que era un jinete apasionado, mató de un pistoletazo a su caballo favorito para que no lo fueran a montar sus vencedores. Desterrado a las selvas del río Chagres, en Panamá, escapó a México para hacerse matar combatiendo con las tropas de Benito Juárez contra la invasión francesa. Era un romántico.

Fue también, con Simón Bolívar, el único presidente colombiano del siglo XIX que no tenía ni barba ni bigotes. No le crecían: era un indio pijao del Tolima. Con su contemporáneo Juan José Nieto, mulato cartagenero que ocupó la Presidencia en sustitución de Mosquera, es también el único que no ha sido oficialmente de raza blanca.
El paréntesis de la derecha fueron los cuatro años del gobierno conservador de Ospina Rodríguez, del 57 al 61, ocupados en buena parte por la guerra. A Melo, es decir, al derrocado Obando, lo había sucedido el conservador moderado Manuel María Mallarino, inventor de los gobiernos bipartidistas paritarios. Pero luego vino Ospina, para quien se creó la expresión “godo de racamandaca”, con un gobierno conservador hegemónico cuyos atropellos electorales y políticos desembocaron en una nueva guerra civil. Ospina trajo de nuevo a los jesuitas, a quienes Mosquera había expulsado y volvería a expulsar, y pretendió lograr la anexión del país a los Estados Unidos “como único medio de conseguir seguridad”. No tuvo tiempo de hacerlo. La revolución levantada por Mosquera en el Cauca triunfó en todo el país y devolvió el poder a los liberales, que procedieron a redactar una nueva constitución.
Pero no hay que entender estas violencias como dirigidas a oprimir al pueblo, que se mantenía pacíficamente oprimido desde la Colonia. Sino destinadas a disputar con el partido opuesto el botín del Estado, utilizando al pueblo como carne de cañón. Literal o electoralmente. Un país de dos pisos. El de arriba jugaba a la política y el de abajo ponía los muertos.
La Constitución de Rionegro, homogéneamente liberal, tenía por objeto principal reducir el poder el Estado central y del poder Ejecutivo, y aumentar a su costa el de las regiones: los Estados soberanos. Consagraba todas las libertades, abolía la pena de muerte, prácticamente suprimía el Ejército a órdenes del Gobierno central: creando en cambio, más fuertes que éste, los de los Estados. Y debilitaba también los poderes presidenciales al limitar su ejercicio a períodos de dos años. Lo cual, por otra parte, abría el campo para que cupieran más ambiciones: en Colombia nunca han faltado los aspirantes a la presidencia; en muchos casos, hasta por ocuparla unos pocos días. La Constitución del 63, en fin, separaba tajantemente la Iglesia del Estado: era una carta militantemente laica. Por sus raíces románticas algún lagarto fue a mostrársela en Francia al gran poeta Victor Hugo, que opinó —o eso dicen— que era “una constitución para ángeles”. Nunca se supo si se trataba de un elogio o de una crítica (ni si lo dijo en realidad).
El poder del liberalismo radical a partir de la nueva constitución se estableció en torno a la personalidad de su máximo jefe, el político tolimense Manuel Murillo Toro. Una verdadera novedad en nuestra historia: no era abogado, sino médico, y no era militar, sino civil. Periodista, eso sí, como todo el mundo. Fue presidente por dos veces —en 64-66 y en 72-74—, y en torno a él lo fueron, en los breves turnos de dos años instituidos por la Constitución con el propósito de frenar al general Mosquera, media docena de radicales más o menos intercambiables: políticos de provincia —Santander, Boyacá, el Tolima, Cundinamarca—, periodistas, oradores, algún general. Y con ellos, otra novedad: quince años de paz.

Y también de progreso. Crecían las exportaciones, en un principio empujadas por el tabaco, cuyos cultivos se había disparado con la abolición del monopolio oficial. Entraban a producir las tierras de “manos muertas”, y los bienes urbanos eclesiásticos expropiados entraban al mercado. La autorización de la banca libre sirvió para garantizar la financiación de nuevas exportaciones, y surgieron bancos en Bogotá, Medellín, Cartagena. La riqueza de los habitantes creció, empezando por la de los esclavos emancipados en el 51; salvo —una vez más— para los indios, a quienes la nueva y liberalizante disolución de los resguardos empobreció aún más, convirtiéndolos definitivamente en peones de hacienda. La población, que había disminuido a principios del siglo con las guerras de la Independencia, empezó a recuperarse desde los años 30, se duplicó en una generación para llegar a 2.243.730 habitantes en el censo del año 51 y había crecido en 600.000 personas más para el del 70. Bajo los gobernantes radicales empezó a ser manejable la agobiante deuda externa. Crecían las ciudades, se hacían puentes y caminos, se instalaba el telégrafo, se tendían líneas de ferrocarril, pese a que tales cosas requerían increíbles forcejeos jurídicos: por ejemplo, el Gobierno central no podía planear, como lo intentó durante toda una década, la construcción de una vía férrea que comunicara todo el país, desde Buenaventura en el Pacífico hasta Santa Marta en el Caribe, pasando por Bogotá, porque eso constituía una intromisión inconstitucional en los asuntos internos de los Estados soberanos.
Sí, bueno, muy bonito. Pero ¿quince años de paz? Colombia se aburría.
Así que dicho y hecho: indignados por la pretensión de los radicales de establecer la enseñanza gratuita y obligatoria, y encima pública, y por añadidura laica, quitándole a la Iglesia su control tradicional otorgado por Dios, los conservadores azuzados por el clero hicieron estallar la que se llamó Guerra de las Escuelas, en 1875. Se apalancaban en el syllabus que unos años antes había escrito y promulgado el papa Pío IX: una lista de los principales “errores funestísimos” del mundo moderno, de los cuales el primero era el liberalismo.
Fue muy sangrienta. La perdieron. Pero el régimen radical quedó herido en el ala, y el Partido Liberal de nuevo dividido: le salió una excrecencia a su derecha, encabezada por el varias veces ministro Rafael Núñez. El cual, tras pronunciar en el Senado un discurso ominoso sobre el tema de “regeneración o catástrofe”, emprendió el camino de una nueva alianza con el Partido Conservador —y con la Iglesia misma— que lo llevaría al poder en calidad de “liberal independiente”.
A continuación fue elegido presidente por dos años de manera pacífica. Por el momento.
En el Capitolio Nacional —un edificio cuya construcción se inició bajo el gobierno del general Tomás Cipriano de Mosquera— sólo hay dos estatuas en pie, que en dos patios separados se dan mutuamente la espalda. Son dos tránsfugas. El mismo Mosquera, que en 1845 pasó del Partido conservador al Liberal, y Rafael Núñez, que pasó del partido Liberal al Conservador cuarenta años más tarde.
Delante del Capitolio, en la plaza mayor, está la estatua de Simón Bolívar. El padre de los dos grandes partidos les da la espalda a los dos.
Un resumen: muchas guerras feroces y mucha politiquería partidista. Pero uno de los guerreros feroces de ese siglo, que participó activamente en varias de ellas, primero como conservador y después como liberal, y se enfrascó de uno y otro lado en las luchas políticas en calidad de poeta, de diplomático y de periodista, Jorge Isaacs, escribió una novelita romántica de amor sentimental que tituló María, y la publicó en el año de 1867. Y todos los colombianos, liberales y conservadores al unísono, interrumpieron sus disputas para llorar un rato.
YO, TOMÁS CIPRIANO
A mediados del siglo XIX, para donde uno mirara en Colombia había un Mosquera. El presidente de la República solía ser el general Tomás Cipriano de Mosquera, que lo fue cuatro veces —de 1845 a 1849 por el Partido Conservador, de 1861 a 1863 y de 1863 a 1864 por el Liberal, y de 1866 a 1867 por su propio impulso, para caer a continuación derrocado por el hastío y la impaciencia de sus conciudadanos—. Lo hubiera podido ser una quinta vez en 1869 de haber aceptado, como le proponían los conservadores, una candidatura bipartidista. Pero él, que había inventado la fórmula 25 años atrás, y que diez años antes había anunciado como candidato semibipartidista que si de sus dos rivales ganaba el conservador lo derrocaría alzándose con los liberales, y si ganaba el liberal lo tumbaría en alianza con los conservadores, y así lo hizo, esta vez se dio el lujo de declinar la oferta: “Si la unión de los hombres de los dos partidos Liberal y Conservador no significa sino el triunfo de mi candidatura, para entrar después en luchas y exigencias personales, no acepto la unión ni la candidatura”.
Cuando no era presidente él, lo era alguno de sus parientes. Su hermano Joaquín, que sucedió a Bolívar en 1830, su yerno Pedro Alcántara Herrán en 1841, su primo (aunque bastardo) José María Obando en el 31 y en el 53. Si alguien encabezaba una sublevación, era un sobrino suyo: Julio Arboleda. El arzobispo de Santafé de Bogotá, primado de la Nueva Granada, era o bien su hermano Manuel José Mosquera (de 1834 hasta su autoexilio en el 52: sabio, prudente y santo: y que, dicen, iba para papa si no se hubiera muerto cuando lo iban a hacer cardenal. De ahí el refrán: si el arzobispo tuviera ruedas…) o bien su sobrino Antonio Herrán (del 53 al 66). Los más importantes cargos diplomáticos, Londres, París y Washington, los ocupaba otro hermano suyo, Manuel María, cuando el propio Tomás Cipriano no era embajador en los respiros que le dejaban las guerras y las presidencias. Manuel María negociaba empréstitos, y se hizo muy rico. Tomás Cipriano buscaba más bien la pompa diplomática: se hacía recibir por la emperatriz Eugenia de Francia o por la reina Victoria de Inglaterra, a quienes llamaba confianzudamente “primas”, y publicaba en Londres manuales de geografía y encargaba en París vistosos uniformes militares de ave del paraíso: “Como los del mariscal Murat”, le recomendaba al sastre: el más fantoche de los mariscales del Imperio de Napoleón.
Y cuando no era presidente de la República —ya se llamara ésta Nueva Granada, Confederación Granadina o Estados Unidos de Colombia— era presidente del Estado del Cauca; o de varios Estados a la vez: el Cauca, el Tolima, Antioquia; o comandante del Ejército; o presidente del Senado; o secretario de la Guerra; o Director Supremo de la guerra civil correspondiente.
Eso venía de atrás. Su tío paterno —otro Joaquín, como su hermano— había sido nada menos que presidente de la Junta de Regencia de España durante la prisión en Francia del rey Fernando VII, en 1810. La de los Mosquera era la familia más rica de Popayán, que era la provincia más rica de la Nueva Granada: fincas, minas, esclavos. Familia numerosa: en su generación eran trece hermanos. Familia resueltamente endogámica: los padres de Mosquera eran primos hermanos y él mismo se casó con una prima y , tras enviudar, con una de sus muchas sobrinas. Y familia orgullosa que se pretendía la más linajuda del Virreinato: descendiente de encomenderos caucanos hijos de conquistadores del Perú que a su vez provenían de la más alta aristocracia de Andalucía: de Guzmán el Bueno, que en Tarifa luchó contra los moros. Y por otra rama (al parecer por el lado Figueroa), de Príamo, rey de la antigua Troya, el cual era a su vez bisnieto del dios Zeus y de una de las Pléyades, como es sabido desde Homero. Al borde de la muerte, cuando a los ochenta años dictó su testamento en la vieja casa de su hacienda de Coconuco, en las afueras de Popayán, el general Mosquera compuso así su primer párrafo:
“Yo, Tomás Cipriano Ignacio María de Mosquera-Figueroa y Arboleda-Salazar Prieto de Tobar Vergara Silva Hurtado de Mendoza Urrutia y de Guzmán, declaro: Que nací el 26 de septiembre de mil setecientos noventa y ocho, día jueves, primer día de menguante, a las ocho de la noche en la casa de mis padres, situada en Popayán en la calle de la Pampa. Fueron mis padres… (y aquí los nombres compuestos y los dos apellidos de su padre y su madre, sus abuelos paternos y maternos; y unos cuantos datos informativos) […] por la línea de mi padre desciendo del príncipe Dorico de Moscovia y de los duques de Feria y Alba […] de varios soberanos […] de Grandes de España […] y de Guzmán el Bueno”.
Con la misma megalomanía grandilocuente de ese primer párrafo testamentario había vivido Mosquera toda su larga y agitada vida. Cuatro presidencias, seis guerras, una herida de mosquete en la cara, una bancarrota en Nueva York, dos exilios, cinco embajadas, dos matrimonios, ocho hijos en cinco mujeres, dos legítimas y tres no, de los cuales tuvo el último a los 79 años de edad. Todo, ostentosamente frente al público. Una vida de teatro.
Admirado, odiado, temido, siempre fue considerado un personaje estrafalario, extravagante, que oscilaba entre la farsa de vaudeville y la grandeza política. Militar, estadista, diplomático, negociante, periodista, escritor, geógrafo… pero en las enciclopedias todos los personajes decimonónicos hispanoamericanos son descritos de ese modo: “general, abogado, político y poeta (ecuatoriano o uruguayo)”… etc. En ese campo a Mosquera no le faltó variedad. Memorias, libros de geografía física y política, libelos denunciatorios, panfletos defensivos. Versos originales no compuso: pero sí comenzó a traducir a Torquato Tasso del italiano, que hablaba como el inglés y el francés. El latín no, porque a diferencia de sus hermanos no había ido a la universidad por alistarse en el ejército. Periodista: todos los espadones de la época dirigían un periódico, sí: pero es que el suyo, siendo conservador, se llamaba El Amigo del Pueblo, como el del jacobino Jean-Paul Marat en la Revolución francesa. Rico, pobre, y otra vez rico. Fatuo y fanfarrón, petulante y soberbio, amante del fasto y del ruido. Cuando era presidente salía a pasear por las calles de Bogotá precedido por una banda de guerra de tambores y trompetas y seguido por una destacamento de húsares a caballo con los sables desnudos. Para ingresar a una logia masónica pretendió que lo recibieran de entrada con el Grado 34, a sabiendas de que sólo existía el 33. Y en sus días malos de desgracia política y económica les daba unas monedas a los mendigos a cambio de que gritaran a voz en cuello “¡Viva el Gran General!”. Porque tras uno de sus triunfos militares se había hecho conceder por el Congreso ese título inédito y estrambótico.
Se esforzaba por copiar al Libertador Bolívar, de quien había sido edecán y que lo había nombrado general. También le había regalado una de sus espadas, con la cual se mandó retratar una y otra vez en los daguerrotipos desde que llegó a la Nueva Granada el arte del daguerrotipo. Don José María, su padre, lo consideraba un tarambana que sólo pensaba en derrochar el vasto patrimonio familiar. “Derramo el oro a manos llenas”, había dicho alguna vez. Su hermano, el arzobispo de Bogotá, lo consideraba un loco y un ateo y un adúltero. Su sobrino, el poeta, abogado, militar y político Julio Arboleda, lo describía así:
En la milicia/ es general en jefe.
En diplomacia/ primer embajador. En obstetricia / el único partero. Y en la farmacia/ boticario mayor. Y es Papa en Roma. Y en Turquía, Mahoma.
No era Bolívar, como a veces creyó. Ni una copia: era una caricatura de Bolívar. Tal vez un gran hombre. En todo caso, un hombre fuera de lo ordinario.
Pero ante todo, y decididamente, un militar. Militar de vocación: tal cosa ha existido siempre. Lo suyo era la guerra. Se enroló siendo casi un niño en los ejércitos patriotas de la Patria Boba, a las órdenes de Antonio Nariño. Fue edecán de Bolívar, por la amistad de este con su padre. En la acción de Barbacoas en 1824 contra el guerrillero realista Agustín Agualongo —a quien derrotó— fue herido de un balazo que le voló media quijada. Pudieron recomponérsela con una chapa de plata que le dejó para siempre constantes dolores y un impedimento en la lengua: le dieron el apodo infame de “Mascachochas”, a causa de los extraños ruidos que hacía al hablar y que más tarde, en la política, volverían casi incomprensibles sus discursos parlamentarios. Su primera derrota en el campo de batalla vendría cuatro años después, cuando los alzamientos del sur contra la dictadura de Bolívar, en la batalla de La Ladera. Su vencedor fue su pariente lejano el general sublevado José María Obando; y esa derrota le dejaría a Mosquera un odio irreconciliable que habría de tener grandes consecuencias en la vida de la República.
En adelante, sin embargo, su vida castrense estuvo hecha de triunfos, a veces acompañados de crueles represalias sobre los vencidos. En la Guerra de los Supremos, cuando al mando de las tropas del Gobierno tuvo la satisfacción de aplastar a su enemigo Obando obligándolo a escapar al Perú por en medio de la selva. En la lucha contra la breve dictadura del general José María Melo del año 54. En la llamada Guerra Magna de 1860, que él mismo desató desde el Cauca contra el gobierno conservador de Mariano Ospina Rodríguez. Y en la breve guerra de 1863 contra el Ecuador, cuando no vaciló en abandonar la Presidencia que ocupaba para viajar a la frontera a comandar personalmente las acciones. Tenía ya 65 años, y se enfrentaba a un viejo compañero de la lucha independentista: el general bolivariano Juan José Flores, varias veces presidente del Ecuador, que tenía 64: viejos para la época. Mosquera lo venció en la batalla de Quaspud, y por esa victoria el Congreso le dio el título de Gran General mencionado más atrás.
Pero la guerra civil del 76 lo cogió ya demasiado viejo para participar en ella. Ya no usaba uniforme militar con alamares dorados y pesadas charreteras y al cinto la espada de Bolívar: sólo vestía levita gris.
Su trayectoria política, en cambio, estuvo hecha de altibajos. Durante veinte años dominó la vida pública del país, como lo había hecho durante otros tantos su modelo Simón Bolívar. Pero a costa de tropezones y caídas, de sublevaciones, de traiciones, de destierros, de cárceles (breves), de un juicio ante el Senado en 1867: el tercero de nuestra historia, después del de Antonio Nariño en 1819 y el de José María Obando en 1855. Un juicio orquestado por los liberales que se sentían traicionados por él, y que lo sentenciaron a tres años de ostracismo en Lima. De allá fueron a intentar rescatarlo los conservadores para llevarlo nuevamente a la Presidencia. Como al comienzo de su carrera electoral, veinte años antes, cuando fueron los conservadores quienes respaldaron su primera candidatura presidencial: cerrando el círculo. Tenía entonces una nieta de un año: ahora, un hijo de la misma edad.
Esa primera presidencia de 1845 fue la más larga (cuatro años completos, hasta el 49), y la más sorprendente. Se esperaba lo peor: su propia mujer lo advertía diciendo: “Tomás en la presidencia va a ser como un mico en un pesebre”. Y en cierto modo lo fue. Elegido como conservador bolivariano, resultó santanderista liberal, reformista, progresista, práctico, e inesperadamente serio.
Su segunda administración, del 60 al 62, empezó con una guerra civil. Su levantamiento con los liberales contra el gobierno homogéneamente conservador de Mariano Ospina Rodríguez. Ganó la guerra, se proclamó presidente provisorio, convocó la Convención de Rionegro del año 63 que promulgó una nueva Constitución y lo eligió para su tercera presidencia, hasta el 64. Pero redujo el período presidencial a dos años: ya conocían a Mosquera, y no le tenían confianza. Tan poca, que a continuación lo enviaron a una especie de exilio dorado como ministro plenipotenciario ante varias cortes europeas.
De Europa volvió (habiendo intercambiado con la familia de Napoleón un mechón de cabellos del Emperador por otro del Libertador Bolívar) para lanzarse de nuevo a la Presidencia, y ganarla una vez más, en 1866. Se enfrentó al Senado, lo clausuró, fue derrocado y preso, juzgado por el mismo Senado y condenado a tres años de destierro, que como ya se dijo pasó en Lima, dedicado a lo que él solía llamar “otro gran pensamiento”: la redacción de un gran tratado científico sobre todas las cosas, modestamente titulado Cosmogonía: los diversos sistemas de la creación del universo. Desde Lima rechazó la oferta conservadora de una nueva candidatura presidencial. Y sólo regresó a Colombia para ser una vez más elegido presidente del estado soberano del Cauca, casarse una última vez y tener un último hijo.

Pero este esbozo de la familia Mosquera quedaría incompleto sin la inclusión de otro de sus miembros, que fue algo así como el eterno gemelo enemigo del Gran General: otro general y caudillo caucano, guerrero de la Independencia y presidente de Colombia (aunque no cuatro sino sólo dos veces, brevemente las dos), José María Obando. La rivalidad entre los dos parientes ocupó un tercio del siglo XIX. Se odiaban. El orgulloso Mosquera miraba al otro desde la altura de sus abolengos, despreciándolo en tanto que hijo natural: “Nieto ilegítimo —escribía— de una mujer que era nieta del hermano de uno de mis bisabuelos (y) como relacionado le habíamos reconocido el grado noveno de parentesco legal”. Y lo describía así: “Lisonjea todas las pasiones de aquellos a quienes necesita. Miente sin rebozo, y no se cree obligado a pagar servicios, dinero ni favores. Se enternece y llora con facilidad, y manda matar riéndose”.
Obando, por su parte, retrataba a Mosquera: “Es el hombre más doble, el amigo más falso, el hipócrita más refinado y la fiera más astuta… ¡Ah! Pérfido hombre que quiere arrastrar la patria al carro de su ambición, de su fatuidad, de su venganza personal y de su ridículo…”.
Se odiaban. Como en la célebre novelita de Joseph Conrad, Los duelistas, se pasaron media vida tratando de matarse el uno al otro. Se desafiaron en duelo, cara a cara. Tuvieron dos: en el primero, muy jóvenes ambos, el propio Bolívar tuvo que separarlos antes de que dispararan; en el otro al uno le falló la pistola, y el otro disparó al aire. Se enfrentaron en batalla campal, a la cabeza cada uno de un ejército: la primera la ganó el uno en La Ladera, cerca de Popayán, la segunda el otro en La Chanca, cerca de Cali. Se combatieron electoralmente: dos veces ganó el uno, cuatro veces el otro. Obando llegó primero a la Presidencia, como interino sustituto del exiliado general Santander, elegido como liberal después de haber empezado su carrera como godo realista. Mosquera, cuando llegó a su vez, lo hizo como conservador. Se persiguieron ante los tribunales: Mosquera llevó a Obando a juicio criminal acusándolo del asesinato del mariscal Sucre, y en un principio Obando se presentó para ser juzgado, pero después huyó. Asilado en el Perú, hasta allá lo persiguió Mosquera haciéndose nombrar ministro plenipotenciario para obtener su extradición a Colombia y su condena. Y en el Perú y en Chile se atacaron, se insultaron, se calumniaron sin tregua a través de folletos y periódicos. Obando publicó en Lima un libelo contra Mosquera. Mosquera respondió desde Valparaíso con un mamotreto titulado Examen Crítico.
Finalmente, al cabo de treinta años de odio sin cuartel, se reconciliaron los dos para unirse en la guerra contra el Gobierno conservador de Mariano Ospina. Cuando Obando, vencedor en el Cauca, llegaba a Bogotá en auxilio de las fuerzas de Mosquera que sitiaban la ciudad, una emboscada de las tropas del gobierno lo sorprendió en el páramo de Cruzverde. Caído del caballo, lo mataron a lanzadas. Tres meses después, tras tomar Bogotá, Mosquera hizo fusilar al oficial responsable del asesinato.